
Las visitas a mí papi
Hay días en los que voy a ver a mi padre y lo encuentro ahí, sentado, presente solo de cuerpo. Su mirada se pierde en un punto lejano. Su mente, la misma que antes era tan despierta, tan rápida, tan llena de historias, parece ahora navegar por mares que yo no puedo alcanzar.
Esos días, cuando me despido de él, siento un dolor silencioso que me carcome por dentro. Vuelvo a casa con rabia, con impotencia, con una tristeza que se convierte en furia contra una vida que le ha robado lo más valioso: su capacidad de disfrutar plenamente de su jubilación, de su mujer, de sus hijos, de sus nietos.
Pienso en todo lo que había soñado para este momento de su vida, en todo lo que merece y en todo lo que la vida le ha negado.
No puedo evitar sentir que no es justo. No es justo para él, que siempre trabajó y luchó. No es justo para nosotros, que queremos compartir con él aún tantos momentos, tantas risas, tantas conversaciones. Siento que me falta el aire, que me falta fuerza, que lo que puedo hacer por él es tan poco comparado con todo lo que me gustaría darle.
Sin embargo, la vida, en su extraña manera de equilibrar las cosas, a veces nos concede pequeños milagros. Hay días en los que llego y ahí está mi padre, de nuevo.
Presente.
Lúcido.
Con esa chispa inconfundible en los ojos.
Responde con claridad, recuerda detalles que pensé olvidados, pregunta por sus nietos, por nuestro trabajo, por cómo nos va la vida. Hace apenas unos días, sin que yo le dijera nada, me preguntó por mi vida personal. Le dije que todo iba bien, intentando protegerlo, intentando evitarle preocupaciones.
Pero me miró, con esa mirada suya que parece ver más allá de lo que uno dice, y me dijo: "No me lo creo del todo. Hace tiempo que no veo por aquí a tu compañero".
Me quedé sin palabras.
Mi padre, en medio de su niebla mental, en medio de su batalla diaria contra el olvido, percibió lo que yo ni siquiera me había atrevido a contarle.
Me di cuenta, entonces, de que hay cosas que el tiempo, la enfermedad o el olvido no pueden borrar: el amor, la conexión profunda entre un padre y un hijo, esa complicidad silenciosa que permanece incluso cuando todo lo demás parece desmoronarse.
Cuando voy a verlo, nunca sé si me voy a encontrar con la ausencia o con la presencia, con el silencio o con las palabras.
Pero, de cualquier manera, cada encuentro es un tesoro.
Salir a pasear con él , ver su sonrisa cuando le compro esas chucherías que tanto le gustan, escuchar sus risas, sus bromas, sus comentarios agudos...
Cada pequeño momento, cada pequeño gesto, lo atesoro como si fuera el último.
He aprendido a abrazar la incertidumbre, a valorar cada instante, a vivir el presente sin pensar en lo que vendrá.
He aprendido que el amor no necesita siempre palabras, ni recuerdos perfectos.
Que amar es estar, simplemente estar.
Amar es llevarlo a desayunar, es detenerse a mirarlo mientras saborea un dulce, es cogerle la mano aunque a veces no sepa muy bien quién soy.
Amar es aceptar la tristeza, la rabia, la impotencia... y aun así elegir quedarme a su lado.
Cuánto te quiero, papá.
Cuánto te quiero, Dios mío.
Gracias por enseñarme, incluso ahora, que el amor es más fuerte que cualquier olvido.
Gracias por seguir aquí, por seguir siendo tú, en cada mirada, en cada sonrisa, en cada silencio.

Mis personas vitaminas
En los días en que todo pesa, cuando la rutina quema, las emociones se amontonan y la vida parece más cuesta arriba que de costumbre, hay algo —o mejor dicho, alguien— que me hace seguir hacia adelante. No siempre lo digo en voz alta, pero hoy quiero hacerlo. Hoy quiero dar las gracias. Gracias a las personas vitamina que me rodean. A esos seres que, con una palabra, un gesto, una mirada o un simple “¿cómo estás?”, me recuerdan que no estoy sola. Que la vida, incluso en sus momentos más difíciles, puede tener destellos de ternura, de cuidado, de amor.
He aprendido a valorar profundamente a quienes, sin hacer ruido, se quedan. A quienes se detienen un segundo a preguntarme si estoy bien, aunque ellos también tengan sus propias batallas. A los que me sostienen sin condiciones, sin necesidad de explicaciones, simplemente porque sí. Porque me quieren. Y porque quieren que esté bien.
Esos amigos de la infancia que, aunque el tiempo y la distancia nos hayan llevado por caminos distintos, siguen siendo hogar. Esos que conocen mis primeras cicatrices, mis risas de niña, mis miedos adolescentes y mis sueños más inocentes. Y que siguen ahí, con mensajes inesperados, con llamadas improvisadas, con recuerdos que aún nos unen como si el tiempo no hubiera pasado.
Mis vecinas, esas que estuvieron presentes en tantos momentos pequeños y por eso tan grandes. Las que han sido refugio en tardes difíciles, apoyo silencioso en días pesados, y risa compartida en los buenos momentos. Sé que las echaré de menos cuando me mude. Sé que no será lo mismo. Pero me llevo su cariño, sus “aquí estoy”, sus tazas de café compartidas y sus abrazos sinceros.
También están mis compañeros de trabajo. Esos que me ven casi todos los días, que me han visto en días buenos y en días en los que cuesta hasta sonreír. Y, aun así, ahí están. Con una broma (aguanta que ya queda poco...) una palabra amable, una conversación de pasillo que termina iluminándome el día. A veces no se dan cuenta del bien que hacen. Pero lo hacen. Y se lo agradezco con el alma.
Y por supuesto, mi familia. Mi apoyo incondicional. Esa red que me sostiene sin pedir nada a cambio. Que no me juzga, que simplemente está. A veces en silencio, a veces con palabras que reconfortan, a veces con ese gesto tan simple como prepararme algo de comer cuando no tengo fuerzas ni para pensar. No sé qué haría sin ellos.
Y mis hijos. Ay, mis hijos. Ellos son la vitamina más poderosa que existe. Son mi impulso, mi motivo, mi todo. Verlos crecer, ver cómo me miran, cómo me abrazan sin que se los pida, cómo me necesitan y, al mismo tiempo, cómo me enseñan... es el mayor regalo que la vida me ha dado. Son la razón por la que me esfuerzo cada día en seguir adelante, en sanar, en mejorar, en volver a empezar. Gracias por elegirme como mamá. Gracias por enseñarme tanto, sin saberlo siquiera.
Me siento afortunada. Mucho. Y hoy solo quiero dar las gracias. Gracias por estar. Gracias por quedarse. Gracias por no soltarme cuando todo tambaleaba. Gracias por ser vitamina en un mundo que a veces parece drenar toda la energía. Gracias por recordarme, una y otra vez, que el amor está en los detalles, en la presencia, en lo cotidiano.
Este post es para ustedes. Por todo lo que sois Por todo lo que haceis. Y por todo lo que significais para mí.
Ojalá pudiera abrazaros a todos ahora mismo. Pero por ahora, que estas palabras sean mi abrazo.
Con todo mi cariño. Gracias de corazón.

Buscar un hogar siendo madre sola: una carrera de obstáculos invisibles
Hace tiempo que quiero escribir esto, pero cada vez que lo intento, la frustración me gana la partida. Hoy ya no me lo quiero callar más.
Estoy buscando piso de alquiler. No una mansión, ni un ático de lujo. Solo un hogar. Un lugar donde poder vivir con mis hijos, donde reconstruirnos después de la separación. Pensaba, ingenuamente, que encontrar un techo digno no debería ser una odisea. Que si cumplía con los pagos, tenía ingresos estables y ganas de empezar una nueva etapa, bastaría. Pero no. Parece que la realidad tiene otros planes para quienes como yo, somos mujeres, madres y decidimos caminar solas.
Día tras día me enfrento al mismo muro de hormigón. Exigencias económicas fuera de toda lógica: nóminas que triplican el precio del alquiler, varios meses por adelantado, avalistas con propiedades… requisitos casi imposibles de cumplir, especialmente si eres una persona sola, aunque tengas un trabajo estable. Pero incluso cuando podrías cumplirlos, ni siquiera te dan la oportunidad de explicarte.
Hoy, sin ir más lejos, vi un anuncio de un piso que encajaba perfectamente: precio razonable, buena ubicación, ideal para mis hijos y para mí. Llamé a la inmobiliaria con ilusión, con la esperanza de que esta vez sería diferente. Y apenas empecé a hablar, me preguntaron quién viviría allí. Les dije la verdad: que seríamos mis hijos y yo. Nada más. No llegamos a hablar de mi contrato, ni de mi salario, ni de mi vida. Me cortaron de golpe: “No cumples con el perfil que busca el propietario”. ¿Qué perfil es ese, exactamente? Porque ni siquiera me han dado la oportunidad de presentarme. No me dieron la opción de demostrar que soy responsable, que nunca he dejado de pagar un alquiler, que trabajo, que cuido de mis hijos, que solo quiero un lugar donde vivir.
Y ese “no” no fue solo un rechazo a una vivienda. Fue un rechazo a lo que represento: una mujer independiente que ha decidido no quedarse atrapada en una vida que ya no funcionaba. Una madre que lucha cada día por sacar adelante a su familia sin pedirle nada a nadie. Y parece que eso molesta. Que no encajo. Que no soy lo suficientemente "segura", "fiable", "cómoda". Que mis hijos, por el simple hecho de existir, se convierten en un “problema” para ciertos propietarios.
Es muy duro sentir que no importa tu esfuerzo, tu honestidad, tu trabajo. Que todo se reduce a un prejuicio. Que por ser madre sola, por no tener una segunda firma que respalde mi solicitud, ya soy descartada automáticamente. Y lo más cruel es que esto ni siquiera se dice de frente. Te lo disfrazan de requisitos, de criterios del propietario, de normas internas. Pero al final del día, el mensaje es claro: no encajas. Y duele. Duele muchísimo.
Estoy cansada de tener que justificarme. De tener que demostrar que soy suficiente. De que me miren como si pedir un hogar fuera un capricho. Como si criar a mis hijos sola fuera motivo de sospecha, y no de respeto. Estoy cansada de sentirme invisible en este sistema que favorece a quienes tienen más, mientras cierra la puerta en la cara a quienes lo necesitamos de verdad.
Escribo esto porque sé que no soy la única, hay muchas mujeres pasando por lo mismo. Sintiendo la misma impotencia. Sufriendo la misma discriminación silenciosa. Y porque necesito que se sepa. Que se escuche. Que se hable.
Buscar un hogar no debería ser una carrera de obstáculos para nadie. Y mucho menos para quienes ya lo están dando todo.
A pesar de todo, no pienso rendirme. Porque mis hijos merecen un lugar seguro, cálido, nuestro. Y porque yo también lo merezco.
Aunque hoy me sienta frustrada, aunque me duela, aunque me caiga... volveré a intentarlo mañana. Y las veces que haga falta.

Maldita enfermedad
Hoy escribo desde un lugar distinto. Hoy escribo desde el nudo en la garganta, y el corazón que aprieta sin permiso. Porque hace poco recibí una noticia que me desmontó por dentro: a alguien muy cercano a mi, muy joven, le han dado un diagnóstico de salud que no esperábamos. Un golpe seco. Injusto.
Y fue ahí, en medio del shock, que lo vi. Lo vi como si lo estuviera viendo por primera vez. Su forma de hablar, de moverse, nuestras mañanas de juego en la playa, sus abrazos, su manera de reírse de cosas pequeñas, como si la vida fuera simple.
Me di cuenta de que cuando te enfrentas a la fragilidad de alguien a quien quieres tanto, todo cambia de tamaño.
La maldita enfermedad, ese visitante que nadie quiere, tiene una forma cruel de presentarse, sin avisar, sin dar margen a nada.
También entiendes algo más: todo el mundo está librando una batalla. A veces silenciosa, a veces invisible. Y no lo sabemos. No lo vemos. Caminamos entre personas que sonríen por fuera mientras se desmoronan por dentro. Y por eso, más que nunca, hay que ser amables. Hay que tener paciencia. Hay que mirar al otro como quien mira una historia que no entiende del todo, pero que respeta. Hay que dar todo el apoyo posible, estar cerca, cuidar y proteger.
Ojalá todo salga bien, porque es joven, luchador y no merece menos que todo quede en un mal susto y que pronto pueda retomar su vida con la energía, la positividad y las ganas de comerse el mundo que siempre tiene.
Lo único que sé es que hoy más que nunca quiero exprimir el tiempo. Vivirlo con intención, con amor, con verdad. Quiero decir lo que siento, cuidar a los míos, dejar de pelear por tonterías. Porque nada está garantizado. Porque los planes pueden cambiar en un instante. Porque la vida no avisa.
Y si tú, que estás leyendo esto, también estás pasando por algo similar… solo puedo decirte que te abrazo. Que no estás solo. Que el miedo es real, pero el amor también. Y a veces, cuando el suelo tiembla, lo único que nos sostiene es la forma en que nos cuidamos los unos a los otros.
Mucha fuerza ACR. Un abrazo enorme. TQ ❤️

Mis hijos, mi refugio
Hay días en los que todo pesa un poco más. Días en los que el silencio duele, y el corazón necesita un abrazo sincero, de esos que no necesitan palabras para sanar. Y en esos días, aparecen mis hijos.
Mi hijo pequeño:
Con tu risa inocente, con tu mirada limpia, con ese corazón enorme que no te cabe en el pecho. Tienes solo 10 años, y sin embargo, hay algo en ti que me sostiene cuando más lo necesito. No sabes cuánto te admiro, mi amor. Cuánto me enseñas sin darte cuenta.
Cuando me ves triste, no pasas de largo. Me miras con esa ternura tuya tan especial, me abrazas, me dices alguna tontería para hacerme reír, como si tu mayor misión en el mundo fuera verme bien. Y quizá lo sea. Porque no hay gesto tuyo que no me cure un pedazo del alma.
Cada noche, sin falta, te acercas y me dices lo mismo: “Mamá, que sueñes con los angelitos y que te protejan.” Y esas palabras, tan simples y tan tuyas, son parte de mi escudo. Mi calma. Mi esperanza.
Sé que llegará el día en que ya no estés tan pegado a mí. Que preferirás tu espacio, tus amigos, tus cosas. Es ley de vida. Y está bien. Porque tienes que crecer, volar, descubrir tu propio mundo. Pero yo sé que echaré de menos estos momentos contigo. Esta conexión única que tenemos ahora. Estos abrazos que llegan sin pedirlos. Este amor tuyo tan puro.
Mi hijo mayor:
Su madurez y su forma de ver la vida, me siguen sorprendiendo cada día. A pesar de la edad tan complicada en la que se encuentra, él sabe cómo enfrentar las situaciones difíciles con una sabiduría que muchos adultos desearían tener.
No hay un solo día en el que no me sorprenda con un abrazo sincero, con un "¿cómo estás?" lleno de preocupación. Me manda mensajes de ánimo cuando más los necesito, recordándome que todo estará bien, incluso cuando siento que el mundo se viene abajo. Es un apoyo constante, siempre dispuesto a escuchar y a darme consejos.
No puedo evitar sentirme orgullosa de la persona tan maravillosa en la que se ha convertido. Su empatía, su bondad y su fuerza me inspiran cada día a ser mejor. Si hay algo que me deja claro es que, sin importar las dificultades, él está aquí para apoyarme, recordándome que, aunque las circunstancias sean duras, nunca estoy sola. Estoy increíblemente agradecida por tenerlo en mi vida.
Gracias a los dos
Hoy solo quiero daros las gracias. Por estar tan pendiente de mí. Por tener la capacidad de ver más allá, de intuir lo que siento, de acompañarme.
Quiero que sepáis algo, aunque quizá ahora no lo entendáis: todo lo que estoy haciendo, este paso tan difícil de romper con todo para empezar de nuevo, lo estoy haciendo por vosotros.Para que tengáis la mejor vida posible .Para daros lo mejor que esté a mi alcance. Para enseñaros que a veces hay que ser valiente, incluso cuando duele.
Os amo con toda mi alma. Sois mi mayor razón, mi refugio más tierno y el amor más verdadero que he conocido.
Gracias por estar ahí, con vuestros ánimos, vuestras sonrisas, vuestros besos y abrazos. Algún día, lo entendereis todo. Y ojalá, ese día, os sintáis orgulloso de vuestra mamá.

Cuando los amigos se sienten en medio
Desde que tomé la difícil decisión de cerrar una etapa importante de mi vida, he recibido muchos mensajes de amigos que me hablan con un nudo en la garganta. Se sienten en medio, atrapados entre dos personas a las que aprecian, sin querer hacer daño a ninguno. Me escriben con cariño, con cuidado, como si caminaran por un campo minado de emociones, y quiero aprovechar este espacio para decirles algo: no tienen que elegir bando, no están obligados a posicionarse, no están traicionado a nadie.
De verdad, no lo veo así. Agradezco profundamente que sigan contando con quien hasta hace poco fue mi compañero de vida.
El que yo haya decidido tomar un rumbo distinto, no significa que el resto deban hacerlo. No quiero rupturas innecesarias. No quiero que nadie se sienta obligado a romper lazos que siguen siendo valiosos que nacieron de la amistad y del cariño, se corten por una historia de pareja que ha llegado a su final.
De hecho, agradezco sinceramente que sigáis contando con él, que sigáis incluyéndolo en vuestras vidas. Porque, aunque ya no seamos una pareja, seguimos siendo padres. Y mis hijos siguen necesitando un entorno familiar lleno de amor, de estabilidad emocional, de caras conocidas, de rutinas sanas. Que él esté rodeado de gente que lo aprecia también es un reflejo del entorno que rodea a nuestros hijos.
No quiero que crezcan sintiendo que el mundo se divide en "su bando" y "el mío". Ya es bastante el cambio que implica una separación como para sumar más grietas. Ellos no deberían perder amigos, fiestas, comidas o encuentros solo porque mamá y papá han decidido tomar caminos distintos.
He tomado una decisión difícil, sí. Pero lo hice desde la convicción de que era lo mejor. Para mí, para mi salud mental, para poder ser la madre que quiero ser, la mujer que me estaba empezando a olvidar que era. Pero esa decisión es mía. No es una consigna que nadie más deba asumir como propia.
Así que, si eres uno de esos amigos que se sienten en medio: gracias. Gracias por tu tacto, por tu cuidado, por tu empatía. Gracias por no desaparecer, por seguir preguntando, por seguir estando.
Y sobre todo, gracias por comprender que las relaciones humanas son complejas, que el amor cambia de forma, pero no se extingue del todo. Y que en medio del caos, aún podemos elegir la paz, la comprensión y el respeto

Negatividad
Últimamente me han dicho que soy negativa. Que soy pesimista. Que me ofusco con facilidad. Y reconozco que no siempre es fácil mantener la calma, la luz, el entusiasmo… cuando por dentro estás librando batallas que a veces ni tú entiendes del todo.
No puedo evitar sentir una mezcla rara de tristeza, decepción y confusión. Porque cuando quienes te han visto en tu mejor versión deciden centrarse solo en lo que no brilla, duele.
Es muy fácil juzgar desde fuera. Desde la comodidad de quien no está sintiendo tus miedos, tus inseguridades, tu cansancio. Es fácil señalar que estás “siendo negativa” sin preguntarse qué hay detrás. Porque no siempre se trata de ver el vaso medio lleno o medio vacío… a veces simplemente estás intentando no dejar que el vaso se rompa entre tus manos.
No quiero justificarme, pero sí quiero entenderme. No soy solo mis días malos. No soy solo mis reacciones. También soy quien se levanta una y otra vez. Quien sigue adelante. Quien tiene sueños, aunque a veces se nublen. Y quien está aprendiendo a sostenerse incluso cuando la mirada de los demás cambia.
Quizá no soy negativa. Quizá solo soy humana
Sobrepensar

Desde hace tiempo necesito tener la mente ocupada todo el día. No es por una obsesión con la productividad ni porque tenga una lista interminable de metas que alcanzar. Es mi manera de no sobrepensar tanto. De no quedarme atrapada en mi propia cabeza.
Cuando me detengo, cuando hay silencio, mi mente no descansa. Al contrario: empieza a hacer ruido. Piensa de más, se va al pasado, se adelanta al futuro, me llena de dudas, de miedos, de escenarios que no existen. Y entonces empieza esa batalla interna que no se ve, pero que desgasta.
Es por todo esto que he comenzado a escribir este blog. Porque escribir me ayuda a soltar. Me calma. Me da un espacio donde puedo poner en palabras todo eso que me pesa y que a veces ni yo entiendo del todo. Es una especie de refugio mental. Un desahogo. Y aunque no siempre tengo respuestas, escribir me da un poquito de claridad.
También estoy buscando cursos, talleres, algo que me impulse, que me ayude a crecer profesionalmente. No solo por el futuro que quiero construir, sino porque aprender algo nuevo me mantiene enfocada. Me mueve, me saca del caos mental. Sentir que estoy avanzando, aunque sea poco a poco, me da cierta tranquilidad.
En estos días incluso he empezado a hacer las cajas para la mudanza que, sinceramente, todavía no sé cuándo será. No tengo fecha, no tengo todo definido, pero necesitaba comenzar. Necesito sentir que me estoy preparando, que puedo tomar el control aunque sea en lo pequeño.
Y además de todo eso, trabajo más de la cuenta. Me doy cuenta. A veces me quedo horas extras no porque sea necesario, sino porque así no tengo que lidiar con lo que mi mente empieza a pensar cuando hay calma. Es una especie de anestesia. Pero últimamente estoy empezando a ver el precio de eso. En ese intento por evadir mis pensamientos, me estoy desconectando de algo que no quiero descuidar: ser mamá. Y no hablo de no estar físicamente, sino de estar realmente. Presente. Atenta. Conectada. A veces, por tener la cabeza tan llena, no escucho como debería, no juego como quisiera, no abrazo el momento como se merece. Y eso me duele. Porque sé que ninguna distracción vale más que el tiempo real con mis hijos.
Así que estoy en ese punto de darme cuenta. De tratar de encontrar un equilibrio. De hacer cosas para cuidar mi mente, sí, pero sin dejar de cuidar lo más importante. Porque puedo buscar refugio en el hacer, pero también necesito aprender a quedarme en el silencio sin que me consuma.
No sé si algún día lo lograré del todo.
Esta soy yo. Haciendo, moviéndome, escribiendo, aprendiendo, armando cajas, trabajando de más… y también intentando estar. Conmigo. Con los que amo. Con lo que realmente importa.
Tocar fondo

Hay momentos en la vida que no se anuncian. Simplemente llegan. Llegan con noticias que jamás imaginaste escuchar. Y, de pronto, lo que dabas por hecho, lo que creías seguro, comienza a desmoronarse frente a ti.
Hoy quiero hablar de eso. De lo que se siente cuando tocas fondo.
Porque eso es lo que me está pasando. No sé cuándo exactamente. No hubo una fecha concreta, pero varias señales claras. Lo cierto es que me desperté un día y me di cuenta de que ya no podía más. Que lo que me rodeaba ya no era vida, era resistencia. Y que vivir resistiendo cada día no es lo mismo que vivir.
He descubierto cosas que jamás quise descubrir, sobre la persona con la que compartí mi vida, mi hogar, mis hijos. Una persona que, en lugar de cuidar este proceso tan delicado que es una separación, ha decidido saltarse todos los límites. No por él, ni por mi ,sino por lo que eso significa para nuestros hijos. Porque cuando un adulto actúa sin pensar en el impacto emocional que sus actos pueden tener sobre los más pequeños, algo muy profundo se rompe.
Y me encuentro aquí, intentando sostenerme, mientras todo alrededor parece venirse abajo: las certezas, la confianza, incluso la casa que una vez fue refugio. Hoy siento que ese espacio ya no me pertenece, que me retiene, que es un ancla en vez de un hogar. Sé que hasta que no lo deje atrás, hasta que no lo venda y cierre este capítulo, no voy a encontrar la paz que tanto necesito.
Lo confieso: estoy cansada. Agotada de fingir que estoy bien. De ponerme fuerte cuando por dentro estoy rota. De explicar lo que no se puede explicar. De justificar lo injustificable. Hay días en los que siento que no puedo ni con mi cuerpo, ni con mi alma. Pero, al mismo tiempo, hay una fuerza que se enciende dentro de mí. Pequeña, frágil, pero real. Una voz que me dice que este no es el final, que tocar fondo no significa hundirse para siempre. Que a veces tocar fondo es el primer paso para volver a construirte, pero esta vez desde la verdad, desde el amor propio, desde la libertad.
No quiero vivir más atrapada en lo que fue. No quiero seguir construyendo desde el dolor. Quiero volver a respirar sin miedo, sin culpa, sin esa sensación constante de estar equivocándome aunque esté haciendo lo correcto. Quiero mirar a mis hijos y que vean en mí a una mujer valiente, no perfecta, pero auténtica. Alguien que supo poner límites, que supo decir “hasta aquí”, que supo marcharse, incluso cuando eso significaba renunciar a todo lo que conocía.
Sé que muchas personas han pasado por esto. Sé que no soy la única. Y por eso escribo. Porque tal vez alguien que me lee esté en el mismo lugar: perdida, triste, rota. Y si eso pasa, quiero que sepas algo que también intento recordarme cada día: esto también pasará. El dolor no se queda para siempre. La vida, de a poco, se abre paso.
Tocar fondo duele, sí. Pero también puede ser una forma de nacer de nuevo.
Palabras que conectan

Hace un tiempo empecé este blog con la única intención de desahogarme. Solo necesitaba un espacio donde poder volcar lo que voy sintiendo, lo que me atraviesa, lo que me duele y también lo que me hace sonreír.
Nunca imaginé que abrir mi corazón de esta forma, tan pública y a la vez tan íntima, iba a provocar algo tan hermoso: que otras personas —amigos, conocidos, incluso algunos que no veo hace años— comenzaran a escribirme para decirme que se sentían identificados. Que les pasaba lo mismo. Que leerme era como leerse a ellos mismos.
Y no puedo explicar lo que eso significa para mí.
Porque una puede escribir para sí, claro, y está bien. Pero cuando lo que escribes empieza a resonar en otros, cuando tus palabras se convierten en un espejo para alguien más, entonces escribir se vuelve otra cosa. Se vuelve un puente. Una forma de abrazarnos en la distancia, de entendernos sin hablar cara a cara, de sostenernos sin tan siquiera tocarnos.
Me han dicho cosas preciosas. Que se sienten acompañados al leerme. Que mis posts les hacen reflexionar, llorar, reír, o incluso ponerle nombre a emociones que no sabían cómo describir. Y yo, al leer esos mensajes, me emociono. Me lleno de una alegría que es difícil de explicar con palabras. Porque en esta ida y vuelta, siento que algo está sanando. Que algo se está despertando.
Cuando compartimos desde la honestidad, generamos una fuerza imparable. Y si este blog está siendo una pequeña chispa, entonces ya vale la pena cada palabra escrita.
Gracias a todos los que me leen, los que se toman el tiempo de escribirme, los que comparten, los que sienten conmigo, los que me dicen que se emocionan. Mientras sigamos encontrándonos en estas letras, sé que algo muy bonito va a seguir latiendo.
Gracias ☺️
Aprender a dejar ir lo que no nos pertenece

A veces, la vida nos enfrenta a lecciones difíciles, aquellas que nos obligan a entender que, para avanzar, debemos liberarnos de lo que nos pesa, de aquello que ya no tiene lugar en nuestro camino. Dejar ir no significa olvidar; más bien, es aprender a dar un paso hacia nuestra propia libertad emocional. Es un proceso doloroso, porque aceptar que algo que queremos no nos hace bien, duele.
Guardamos recuerdos, ilusiones y sueños con tanto esmero, cosas que alguna vez fueron nuestra razón de ser. Pero con el tiempo, nos damos cuenta de que algunos de esos recuerdos e ilusiones son como una mochila llena de piedras: las cargamos aunque nos pesen, aunque nos lastimen.
Nos enseñaron que aferrarnos a lo que tenemos es un signo de fortaleza. Pero la verdadera fuerza está en reconocer que ciertas cosas simplemente ya no nos pertenecen.
He aprendido que no se trata solo de dejar atrás cosas materiales. Es mucho más profundo: soltar significa liberarnos de esa versión de nosotros mismos que ya no nos sirve, de las expectativas ajenas que nos desviaron de nuestro camino, y de los miedos que nos han paralizado.
Dejar ir puede ser un gesto sutil, como simplemente reconocer que algo ya no encaja en nuestra vida. O puede ser doloroso, como despedirse de alguien a quien amamos pero con quien ya no podemos crecer. A veces, soltar no ocurre de inmediato; es un proceso lento, lleno de dudas, nostalgias e inseguridades.
Soltar es, en esencia, un acto de amor propio. Es aceptar que aquello que no nos pertenece no debe ser forzado. Porque lo que es verdaderamente nuestro llegará sin resistencia, sin necesidad de aferrarnos desesperadamente a ello.
Cuando finalmente soltamos, descubrimos una fuerza interior que desconocíamos, una libertad que nunca imaginamos. Y entendemos que lo que dejamos atrás era, en realidad, lo que nos mantenía atrapados en un ciclo que ya no tenía sentido.
Solo al soltar, podemos empezar a caminar hacia la vida que realmente nos pertenece.
Está bien no estar bien

Hay días en los que me miro al espejo y no sé muy bien quién soy. Veo una mujer que se levanta temprano, que prepara desayunos, que va al trabajo, que resuelve, que sonríe, que responde mensajes con palabras de aliento. Veo a alguien que aparenta tenerlo todo bajo control… pero por dentro, no es así
Hay un vacío profundo que me acompaña, silencioso. Una especie de eco que me recuerda, incluso en medio del ruido del día, que estoy cansada. No de vivir, sino de fingir. De mostrar fortaleza cuando lo que necesito es romperme. De poner buena cara cuando lo único que deseo es hacerme una bolita en la cama, abrazar una almohada y llorar hasta quedarme dormida.
Intento estar bien por mis hijos. Porque ellos merecen una madre que los abrace, que los escuche, que les haga sentir que todo va a ir bien, aunque yo misma no lo sepa. Me esfuerzo en darlo todo, en cumplir, en rendir. Me obligo a mantener el tipo delante de todos. A veces, hasta ante mí misma.
Pero hay noches en las que me pesa el alma. En las que siento que ya no puedo más con esta armadura. Porque no siempre quiero ser fuerte. A veces solo quiero ser alguien a quien cuidan. A quien abrazan. A quien le dicen sin que lo pida: “estoy aquí”, “todo va a salir bien”, “has hecho lo correcto”.
Tomar la decisión que he tomado, no ha sido fácil. No solo por lo que dejaba atrás, sino por todo lo que sabía que venía después. La incertidumbre. El miedo. La soledad. El juicio. El vértigo de empezar de cero con dos niños que dependen de mí, cuando yo misma aún intento sostenerme como puedo.
Pero también sé, en lo más profundo de mí, que ese paso era necesario. Que no podía seguir viviendo en una relación donde el amor ya no era refugio, sino peso. Que merezco paz. Que merezco estabilidad emocional, aunque ahora parezca un horizonte lejano. Que no vine a este mundo para sobrevivir en piloto automático, sino para vivir de verdad, con calma.
Hoy escribo esto no para dar pena, ni siquiera para recibir respuestas. Lo escribo para recordarme que está bien no estar bien. Que no tenemos que ser fuertes todo el tiempo. Que llorar no es rendirse. Que pedir un abrazo, una palabra, una mano, no nos hace débiles. Nos hace humanas.
Y aunque ahora me sienta sola, sigo caminando. Porque tengo dos motivos inmensos.Porque quiero construir un hogar lleno de luz, aunque hoy solo parece que tenga escombros.
Y porque sé que, al final de este túnel, me espera la tranquilidad con la que tanto sueño. Solo necesito tiempo. Y un abrazo que me diga, sin promesas vacías, que todo esto valdrá la pena.
Mi madre, una luchadora y ejemplo a seguir

Hoy quiero dedicar este post a una persona que representa para mí la definición misma de amor incondicional, de fuerza y de valentía diaria: mi mami.
No hay palabras que hagan justicia a lo que ha sido y es en mi vida, pero quiero intentarlo.
Hablar de mi madre es hablar de una mujer que ha entregado su vida entera a cuidar de su familia, a luchar contra las adversidades con una templanza que asombra. Desde que tengo memoria, ha estado allí: firme, constante, amorosa. Su amor nunca ha tenido condiciones, nunca ha esperado nada a cambio. Ella da, simplemente porque amar y cuidar para ella siempre han sido verbos activos, acciones diarias, muchas veces silenciosas, pero siempre poderosas.
Cómo ya os he contado en anteriores entradas,sufre de EPOC, una enfermedad que le roba el aliento, que le pone límites a su cuerpo. Verla ahogarse, verla detenerse para respirar cada pocos pasos, me parte el alma. Y sin embargo, ahí está: fuerte en su fragilidad, decidida a seguir, a no rendirse. Su enfermedad no la ha detenido, aunque le cueste cada movimiento.
Como si eso no bastara, ha tenido que enfrentarse a uno de los episodios más dolorosos de su vida: tomar la decisión de ingresar a su marido en un centro de mayores. Mi padre, su compañero de toda la vida, el hombre con quien compartió sueños, crianza, batallas. El Parkinson avanzó tanto, que ya no era posible cuidar de él como antes. Ella luchó hasta donde pudo, lo cuidó con una devoción admirable. Pero llegó un momento en que el amor también significó dejarlo en manos de profesionales, sabiendo que era lo mejor para su dignidad y bienestar.
Recuerdo el día en que volvimos a casa sin él. Recuerdo el silencio, el temblor en sus manos, sus ojos rojos por el llanto contenido. Pero también recuerdo su manera de mirar hacia adelante. De respirar hondo y seguir. Porque eso es lo que siempre ha hecho: seguir. Por nosotros. Por él. Por todos. Aunque duela.
Su vida ha sido una cadena de sacrificios y de actos de amor constantes. Ha renunciado a sueños, a descanso, a tiempo para sí misma. Siempre priorizando el bienestar de los demás. Siempre dándolo todo. Nunca la he visto rendirse, aunque a veces la he sorprendido llorando a escondidas, como si incluso su tristeza quisiera ocultarla para no preocuparnos.
La amo con un amor incondicional. Es un amor nacido del ejemplo, de la admiración, del respeto más profundo. Ella me enseñó lo que significa cuidar de alguien, lo que significa estar presente, lo que significa amar de verdad. Y cada vez que dudo, cada vez que me siento débil, pienso en ella. En su lucha. En su inmensa capacidad de amar incluso en los momentos más difíciles.
Hoy quiero que estas palabras te lleguen. Quiero que sepas que eres un pilar fundamental, que tu amor ha sido la base sobre la que se sostiene esta familia.
A pesar de que la vida nos sacudido fuerte, aquí seguimos.Tienes el apoyo de toda tu familia. Tus hijos te adoran, tus nietos te quieren a más no poder. Papá, aún con su cabecita ida, te repite siempre lo mucho que te quiere: "tres más, que tú a él".
Gracias mamá. Gracias por existir, por sostener, por enseñar con el ejemplo. Gracias, mamá, por ser el corazón que nunca ha dejado de latir por nosotros, incluso cuando el tuyo necesita descanso.
Te amamos con toda el alma.
La confianza que nos une: mi hijo y yo

Hace poco más de dos años, mi hijo mayor se sentó conmigo y, con una mezcla de nervios y determinación, me habló sobre su orientación sexual. Recuerdo el momento con total claridad: su mirada buscando la mía, sus manos inquietas, su risita nerviosa.Y, sobre todo, recuerdo la sonrisa de alivio cuando le dije que lo amaba exactamente igual que siempre, que nada cambiaba, salvo el hecho de que ahora conocía una parte más de él. Como madre, siempre lo he sabido, es algo que he tenido claro desde sus primeros años de vida.
Desde aquel día, nuestra relación se ha vuelto más fuerte que nunca. Siempre he intentado ser una madre presente, alguien en quien mi hijo pudiera confiar, pero esa conversación fue un punto de inflexión. Me di cuenta de lo importante que era para él sentirse aceptado sin condiciones, saber que su hogar seguiría siendo su refugio. También comprendí la enorme responsabilidad de demostrarle cada día que su felicidad es lo único que me importa.
No voy a mentir, cuando lo escuché hablar, sentí una oleada de emociones. No porque tuviera miedo o dudas sobre su orientación, sino porque me conmovió su valentía, su honestidad y, sobre todo, el hecho de que confiara en mí lo suficiente como para abrir su corazón. En ese instante, comprendí que el amor incondicional no es solo una promesa que hacemos cuando nuestros hijos nacen, sino una decisión que reafirmamos cada día, en cada gesto, en cada palabra.
Desde entonces, hemos compartido más conversaciones sinceras, más risas, más momentos de complicidad. Me ha contado sobre sus miedos, sus sueños, las inseguridades que a veces lo abruman y las alegrías que le iluminan el rostro. He aprendido de él tanto como él ha aprendido de mí. Me ha enseñado sobre la importancia de ser auténtico, de no vivir con miedo, de celebrar el amor en todas sus formas. Yo, por mi parte, intento enseñarle que siempre tendrá en mí un apoyo incondicional, que su felicidad no tiene que encajar en los moldes de nadie más que los suyos propios.
Todos los fines de semana viene a casa con su chico y disfrutamos juntos . Me encanta tenerlos aquí, que ese sientan cómodos. Me gusta entrar en su habitación y charlar con ellos, hacerlos reír con mis historias de mami caótica.Me llena de felicidad tener confianza con ellos, y que ellos la tengan conmigo.
Mi hijo pequeño disfruta de ellos también. Le encanta compartir estos momentos con ambos.
Verlo crecer con esta confianza, sabiendo que es amado y aceptado, es un regalo indescriptible. No hay nada más hermoso que verlo caminar con la cabeza en alto, sin cargar con el peso de la duda o el miedo al rechazo. Y sé que aún habrá momentos difíciles, situaciones en las que el mundo le parezca injusto o cruel, porque aún hay mucho tabú en la calle respecto a este tema y mucha gente homófoba con la que tendrá que enfrentarse a lo largo de su vida. Pero también sabe que en mí siempre tendrá un refugio, una mano que lo sostenga y un corazón que lo ame sin condiciones.
La confianza que tenemos es un tesoro que cuido con cada palabra, con cada abrazo, con cada muestra de respeto y amor. Porque si hay algo que quiero que mi hijo sepa con absoluta certeza es que siempre podrá ser él mismo conmigo. Y que, en este hogar, el amor siempre será más grande que cualquier miedo.
Si alguien que está leyendo esto y tiene un hijo que necesita abrirse sobre su identidad, mi único consejo es este: escúchenlos, háganles saber que su lugar en la familia es inamovible. Porque pocas cosas hay más hermosas que ver a un hijo florecer con la certeza de que es amado exactamente como es. La aceptación y el amor de un padre pueden ser la diferencia entre una vida llena de miedo y una vida llena de esperanza. Y yo, cada día, elijo la esperanza para mi hijo.
Sentirse valorada

Tengo la inmensa suerte de trabajar en un lugar donde me siento valorada. No siempre fue así. Mi empleo anterior fue tan duro emocionalmente que llegué a perder la voz durante dos meses por los nervios. Fue necesario tratamiento y sesiones de logopedia para recuperarme. Lo único positivo de aquella etapa fue el equipo humano que encontré allí, y que hoy me acompaña en este nuevo camino.
El cambio llegó gracias a una persona que confió en mí. Que no solo me ofreció este puesto, sino que me dio la oportunidad de rescatar a otros compañeros que también lo estaban pasando mal. Juntos hemos creado un ambiente laboral sano, lleno de respeto y confianza.
Cuando la autoestima laboral es alta, nos sentimos competentes, seguros, motivados. Sentirnos valorados en el trabajo influye también en nuestro bienestar general.
Palabras como "confío plenamente en tí", " tú trabajo me da absoluta tranquilidad", " se que estando tú al frente, todo va a ir bien" , " el equipo y tú hacéis un trabajo extraordinario", hacen que me sienta valorada, y que el trabajo que hago, junto con mi equipo, tenga y cobre sentido.
Cuando nos sentimos valorados por lo que hacemos, nuestra actitud cambia: estamos más motivados, trabajamos con mayor entusiasmo y enfrentamos los retos con una mentalidad positiva.
A veces nuestras ideas chocan, pero lejos de intentar imponer la suya, sabe escuchar. Lejos de perder los nervios ante cualquier "incidente", nos ayuda a pensar en la mejor solución para afrontar la situación. Conectar soluciones a problemas es su propósito... y la verdad es, que lo consigue.
No me queda más que darle las gracias una vez más. Me ha hecho darme cuenta de que mi trabajo es importante, que debo valorarme un poco más, y que junt@s conformamos un equipo maravilloso.
Ojalá esto solo sea el principio de algo duradero!
La dura decisión de ingresar a mi padre en un centro de mayores

Como ya os he adelantado, mi padre es una persona dependiente. La evolución de su enfermedad llegó a un punto tan malo, que tuvimos que tomar la decisión de llevarlo a un centro de ancianos, ya que la situación en casa era insostenible. Iba a terminar con mi madre, sin querer
No fue una elección impulsiva ni fácil de tomar. Fue resultado de muchas noches sin dormir, de culpas, de dudas, de preguntarse una y otra vez si realmente estábamos haciendo lo correcto.
Llegamos a esta decisión, después de intentarlo todo. Le pusimos cuidadora en casa. Cuatro horas al principio, que combinábamos con sesiones de fisioterapia y entrenadores personales. Posteriormente, aumentamos las horas de la cuidadora hasta ocho, mientras continuaba con sus sesiones de entrenamiento. Seguíamos quedándonos cortos. Más tarde decidimos llevarlo a un centro de día, donde estaba hasta las 6 de la tarde y tras el mismo, con la cuidadora en casa hasta las hora de acostarse. Las noches y los fines de semanas llegaron a ser insufribles, sobre todo para mi madre que era la que convivía en casa con él.
Esos meses se convirtieron en idas y venidas diarias al hospital, caídas día sí y día no, ataques de ansiedad de mi madre, angustia de mi hermano y mía, por no poder hacer más. Mi hermano más de una noche, tuvo que venir de madrugada desde la otra provincia donde reside para poder acudir al hospital con uno, mientras yo me queda con el otro y los niños. Un caos, una locura, con la decidimos cortar ya que por mucho amor que tengamos hacia ellos, no podíamos darle los cuidados que realmente necesitaban.
Aceptar esto duele. Duele porque queremos ser suficientes, porque queremos estar ahí en cada momento, porque sentimos que nadie lo cuidará como nosotros. Pero la realidad es que hay momentos en los que el amor no basta, en los que se necesita ayuda profesional, en la que pensar en su bienestar significa tomar decisiones difíciles.
El primer sentimiento que llega es la culpa. ¿lo estoy abandonando? ¿pensará que no lo queremos?
El día que tuvimos que preparar todas su pertenencias, quería morirme.
El día que mi hermano lo llevó a la residencia, engañado, mi corazón se rompió en mil pedazos. No me atreví a acompañarlo. No reuní el valor suficiente para ir a verlo hasta el siguiente día . Lo recuerdo como uno de los peores días de mi vida. Había abandonado a mi padre en una residencia, en contra de su voluntad (tuvimos que incapacitarlo judicialmente) , y encima no tenía fuerzas para ir a verlo. Mala y cobarde al mismo tiempo. La peor hija y persona del mundo. Mi padre, la persona más importante de mi vida, a la que quiero por encima de todas las cosas. Mi padre, siempre tan bueno y cariñoso con todos...lo había abandonado.
Este sentimiento de culpa pesaba como una losa en mi corazón.
Pero después llega la razón: no se trata de alejarlo, sino de darle la mejor calidad de vida posible, con personas preparadas para atenderlo y con los cuidados que nosotros, aunque quisiéramos, no podemos brindarle. Entiendes que nuestro esfuerzo no puede frenar su deterioro y que, aunque nos duela aceptarlo, un centro de mayores es el lugar donde realmente estará mejor cuidado.
No se trata solo de llevarlo a un lugar cualquiera. Es un proceso en el que buscamos opciones, visitamos residencias, hablamos con profesionales y nos aseguramos de que el sitio que elegimos sea digno, cálido y que realmente se preocupe por su bienestar. Queremos que se sienta acompañado, respetado y cuidado, no que sea solo un número.
El cambio ha sido difícil, tanto para él como para nosotros. Pero no lo hemo dejado solo en este proceso. Seguimos ahí, visitándolo. Todos los días recibe visitas de sus hermanos, familia, amigos. Nos aseguramos de que esté bien, mostrándole que esto no es un adiós, sino una nueva etapa en la que seguimos siendo su familia, su refugio, su amor.
De todas formas, hay días en los que la culpa regresa, en los que el corazón se encoge al pensar en cómo han cambiado las cosas.
Pero poco a poco hemos aprendido a perdonarnos, a entender que hicimos lo mejor que pudimos con lo que teníamos y que, al final, lo más importante es que él esté bien.
Tomar esta decisión ha sido una de las cosas más difíciles de nuestra vida. Y aunque duela, aunque cueste, sabemos que es lo correcto.
El peso invisible de ser hija cuidadora de padres dependientes

Ya os he hablado sobre mis padres. Ambos personas dependientes. Mi papi tiene reconocido un grado 3 de gran minusvalía por su enfermedad de Parkinson y demencia senil. Mi mami, tiene reconocido un grado 1 por su enfermedad pulmonar que le obliga a estar todo el día conectada a una máquina de oxígeno.
Ambos son demasiado jóvenes. La vida les ha dado un revés y les ha cortado su camino, cuándo deberían de estar disfrutando de su jubilación, de sus nietos e hijos y de ellos mismos como pareja.
Pero la vida es así, no te avisa. Y de repente, hace que tiemblen todos los cimientos.
Todo empezó a ir peor después del COVID.
Mi padre ya comenzaba a tener episodios de falta de movilidad y de pérdida de memoria importantes. Mi madre, que a penas si podía tirar de si misma, no podía hacerse cargo de esta situación.
Lamentablemente, los días se iban volviendo cada vez más complicados, y difíciles.
Y ¿Cómo no vas a querer hacer todo lo posible por ayudar a tus padres?...... Es impensable.
Es ahí cuando comienza el rol de hija cuidadora.
Ser hija de padres dependientes es un rol que pocas veces elegimos, pero que muchas terminamos asumiendo. No importa cuántos hermanos haya o lo equitativa que sea la distribución de responsabilidades: en la mayoría de los casos, la carga del cuidado recae sobre las hijas.
En mi caso, solo tengo un hermano, que además no vive en la misma provincia. Con lo que el peso de todo esto recaía en mayor y menor medida en mi.
El cuidado de un padre o una madre que ya no puede valerse por sí mismo implica tiempo, energía y un desgaste emocional que pocos comprenden. No es solo ocuparse de las citas médicas, la medicación o las necesidades básicas; es también lidiar con la culpa, la frustración y el duelo anticipado de ver cómo quien antes fue nuestro refugio ahora depende de nosotras para casi todo.
Cuidar de un padre dependiente significa reorganizar tu vida en función de la suya.
A menudo, implica:
- Renunciar a planes personales o profesionales para estar disponible.
- Soportar la carga emocional de ver el deterioro de alguien a quien amas.
- Tomar decisiones difíciles que a veces generan conflicto con otros familiares.
- Enfrentar el juicio de quienes no ayudan, pero opinan sobre cómo deberías hacerlo.... Tanto que hablar sobre esto.....
El problema es que, a diferencia de otros roles, este no tiene horarios ni remuneración. Tampoco hay descanso: incluso si logras desconectarte físicamente, la preocupación nunca se apaga.
Muchas veces, el hecho de que la responsabilidad recaiga sobre la hija tiene raíces culturales. Se espera que las mujeres sean las cuidadoras naturales de la familia, mientras que a los hombres se les justifica por estar "ocupados" con otras responsabilidades. Esta desigualdad genera resentimiento, agotamiento y una sensación de injusticia que es difícil de expresar sin que parezca egoísmo.
A esto se suma la culpa. ¿Estoy haciendo lo suficiente? ¿Debería estar más presente? ¿Es válido sentirme agotada o querer un respiro? La sociedad nos ha enseñado que el cuidado debe darse con amor incondicional, pero rara vez nos habla del desgaste físico y emocional que conlleva.
Si eres una hija que cuida de sus padres dependientes, recuerda que tu bienestar también importa. Algunas formas de aliviar la carga incluyen:
1. Acepta ayuda: No tienes que hacerlo todo sola. Si otros familiares se ofrecen, acepta su ayuda
2. Aceptar apoyo externo: Hay servicios de asistencia, cuidadores profesionales y grupos de apoyo que pueden ser de gran ayuda.
3. Establecer límites: No significa dejar de cuidar, sino reconocer hasta dónde puedes llegar sin dañarte en el proceso.
4. Priorizar tu salud mental: Terapia, tiempo para ti, actividades que te hagan bien… No es egoísmo, es necesidad.
Cuidar de un padre dependiente es un acto de amor profundo, pero no debería significar el abandono de una misma. No es egoísta reconocer los límites ni buscar apoyo. Es un camino difícil, pero no tienes que recorrerlo sola.
Si te encuentras en esta situación, ¿Cómo lo has manejado? ¿Sientes que la carga es equitativa en tu familia? Me gustaría conocer tu historia.
Rompiendo cadenas. La educación machista que nos enseño a ser sumisas

Desde que éramos niñas, muchas de nosotras fuimos educadas bajo reglas invisibles que moldearon nuestra forma de ser, de actuar y de pensar. Crecimos escuchando frases como "compórtate como una señorita", "las niñas no hablan tan fuerte", "tienes que aprender a cocinar para cuando tengas esposo". Nos enseñaron que ser mujer significaba agradar, cuidar, callar y ceder.
Nos educaron para ser sumisas.
La educación que recibimos no siempre fue explícita, pero estaba en todas partes. En los cuentos donde las princesas solo eran rescatadas, en las películas donde la felicidad de una mujer dependía de encontrar el amor, en los consejos de nuestras madres y abuelas, que, con la mejor intención, nos advertían que ser demasiado independientes o exigentes nos haría quedarnos solas.
Nos enseñaron a:
- Cuidar a los demás antes que a nosotras mismas. Desde pequeñas, jugábamos a ser mamás, enfermeras, maestras… profesiones ligadas al cuidado. Si un niño lloraba, nos pedían que lo consoláramos. Si había que ayudar en casa, se esperaba que lo hiciéramos sin que nos lo pidieran.
- Evitar el conflicto. No levantar la voz, no contradecir demasiado, no ser "difíciles". Porque una mujer que opina fuerte es problemática.
- Soportar y aguantar. Nos decían que el amor requería sacrificios. Que los hombres son así, que hay que comprenderlos, que una buena mujer sabe mantener su hogar sin quejarse demasiado.
- Creer que nuestro valor depende de los demás. Nos educaron para ser complacientes, para buscar la validación externa, para sentirnos bien solo si éramos aceptadas o amadas por alguien más.
Muchas crecimos con la sensación de que nunca éramos suficientes. Aprendimos a pedir permiso para todo, a sentir culpa si poníamos nuestros deseos primero, a dudar de nuestras propias capacidades. Y lo peor es que, muchas veces, ni siquiera nos dimos cuenta de que todo esto venía de una educación que nos preparaba para ser "la mujer ideal" en lugar de enseñarnos a ser nosotras mismas.
Pero la buena noticia es que podemos desaprenderlo, o al menos te debes a ti misma intentarlo. Hay que romper cadenas, el cambio está en ti misma
Desafiar esta educación machista no es fácil. Requiere cuestionarnos, desaprender y, sobre todo, permitirnos ser de otra manera. Significa decir "no" sin sentir culpa, levantar la voz sin miedo, elegir nuestro propio camino sin esperar la aprobación de los demás.
También significa educar y enseñar a nuestros hijos que la igualdad no es una amenaza, sino una forma de construir un mundo más justo.
No es fácil, pero es necesario
Porque merecemos una vida en la que no tengamos que encajar en moldes que no nos representan. Una vida donde podamos ser auténticas, libres y, sobre todo, felices
¿Qué opinas?
Mamá trabajadora

Ya os he contado que trabajo fuera de casa. Soy responsable de un equipo de personas. Me gusta mi trabajo, me siento valorada y es un refugio para mí por todo este caos personal en el que me encuentro inmersa.
Pero esto no implica, que de cierta manera me vuelva loca, ya que no puedo abarcarlo todo. Y hay días que son mejor que otros y veces que parece que esté montada en una montaña rusa.
Si eres madre y trabajas, sabes que cada día es una carrera de obstáculos. No importa cuánto te organices, cuántas alarmas pongas o cuántas listas hagas, siempre hay algo que se sale del guion. Es como tratar de hacer malabares con diez pelotas al mismo tiempo, solo que algunas de esas pelotas son niños con necesidades urgentes y otras son correos electrónicos que no pueden esperar.
Las mañanas: la primera batalla del día
Todo empieza con el despertador (bueno, o con un niño que decidió despertarte antes). Te levantas con la esperanza de que hoy será un día organizado, pero en cuestión de minutos ya estás corriendo: desayunos, mochilas, discusiones sobre por qué hoy sí o sí deben ponerse los zapatos rápido. Mientras tanto, en tu cabeza ya estás repasando temas pendientes del trabajo, recordando que tienes una reunión importante y preguntándote si acaso tendrás un minuto para tomarte ese café caliente que nunca llega a existir.
Cuando por fin logras salir de casa, comienza la segunda fase del día: el trabajo.
El trabajo: entre profesionalismo y llamadas de la escuela
Aquí es donde nos convertimos en auténticas magas. Estamos en una reunión importante mientras en silencio respondemos un mensaje de la maestra sobre bajadas de rendimiento, deberes no realizados. Mandamos un informe mientras organizamos mentalmente la lista del súper. Respondemos un correo con la profesionalidad de siempre, aunque por dentro estemos pensando en que olvidamos sacar la carne del congelador para la cena
Respiras profundo, improvisas, resuelves y sigues adelante.
Las tardes: la maratón no termina..
Salgo corriendo del trabajo, a penas si llego a casa, ayudo a hacer tareas, preparar la cena, organizar la casa, poner lavadoras y, si hay suerte, darme una ducha tranquila.
Si trabajo desde casa, probablemente termino la jornada con el doble de agotamiento, porque he estado resolviendo cuestiones de todos lados sin moverme de mi mesa. Mamá los deberes de mates, mamá la merienda, mamá la impresora no tiene tinta. Mamá mamá, mamá........
Y aunque hay días en los que siento que no doy más, también hay momentos en los que todo cobra sentido. Como cuando mis hijos me dicen:
— "Mamá, trabajas mucho, pero me encanta que estés aquí."
Y ahí te das cuenta de que, aunque el equilibrio parezca imposible, lo estás logrando a tu manera.
La gran pregunta: ¿Cómo se hace todo esto sin desfallecer en el intento?
No hay una respuesta correcta. Al final aprendes a vivir con el desorden, sobrevives con café y sentido del humor, si es que algo de eso te queda.
Pero si algo tengo clarísimo es que ser madre trabajadora es agotador, sí, pero también es un orgullo.
A pesar de todo, intento dar lo mejor de mi misma en todos los aspectos, incluso en los días más difíciles...a pesar de que a veces no acierto con las decisiones.
Todo se desmorona

Estoy cansada. Tan cansada de todo. Todo a mí alrededor es malo. Últimamente no tengo ganas de nada. Cuesta ver el lado positivo a las cosas. Me siento mal.
Necesito terminar está etapa, cerrar ciclo y comenzar. Pero tengo tanto miedo.
Las cosas en casa van de mal en peor. Discutimos continuamente.
Entre semana, con el trabajo, estoy más distraída. Trabajo más horas de la cuenta, a penas paro ni para comer. Es un ritmo frenético. Llamadas, reuniones, formaciones. A las tres paro para recoger a los niños del cole, ubicarlos y a las cuatro, de nuevo estoy en la oficina hasta las ocho de la tarde. Me sobrecargo de trabajo para tener la mente ocupada, lejos del caos familiar...
Está afectado al rendimiento escolar de mi hijo pequeño. Me siento tan culpable. Me siento egoísta. Me siento mal. Estoy robándole tiempo a mí hijo y le está pasando factura.
Mi hijo mayor, no aparenta estar mal. Estudia mucho y lleva sus prácticas bien. A penas si nos vemos.
Los fines de semana son duros. No sé qué hacer. Por las mañanas, visito a mi padre en la residencia de ancianos donde vive. Vamos a desayunar y dar un paseo y vuelta a la residencia.
Los mediodía y las tardes son malísimas. El mundo, se me viene encima. Intento disfrutar de mis niños. Vamos al cine, a comer, pasear, hacer compras. Pero temo volver a casa, ya que estará allí esperando con algún nuevo reproche, para comenzar la discusión.
¿Por qué hemos llegado a esta situación? ¿Por qué he permitido tanto durante tantos años? No tiene lógica ni explicación.
¿Es mía la culpa? En cierta manera sí, por no haber sabido frenar a tiempo
¿Pero por qué? ¿Estaba realmente tan enamorada de él? Rotundamente "no", llevo años sin sentir amor. Ese estado de enamoramiento se perdió incluso antes de casarme. Estos últimos años lo que he sentido ha sido cariño, nada más. Cariño y el no querer perder la zona de confort en la que me encontraba sumergida...confort malo, pero acostumbrada a ello.
Ya hubo un intento de separación antes del nacimiento de mi segundo hijo. Estuve a punto... pero decidimos darnos una oportunidad y me quedé embarazada. He de decir que no me arrepiento para nada. Mi hijo es lo mejor que tengo en la vida, junto con su hermano mayor. Pero lejos de solventar la solución con el padre, lo que hicimos fue parchear y agrandar más la bola.
Los primeros años de vida del pequeño fueron bien. No sentía el hastío de la relación marital ,porque prácticamente no tenía tiempo ni para mirarme al espejo, cuanto menos para ahondar en mi relación conyugal. Al poco tiempo me quede en paro y decidí prepararme una oposiciones, por lo que el poco tiempo que tenía tras estudiar era para ocuparme de los niños y la casa, nuevamente dejaba la pareja fuera de la ecuación
Tras estos estudios comencé a trabajar, volvía a sentirme activa. Una vez más, la totalidad de mi tiempo lo ocupaban el trabajo, los niños, mis padres, que ya empezaban a mostrar signos de sus enfermedades y nada más. Nuevamente la relación de pareja salía debilitada ya que por sus horarios de trabajo y los míos, prácticamente si coincidíamos.
Durante el COVID sucede lo mismo. Yo teletrabaja en casa, de 8 de la mañana a 8 de la tarde, a cargo de un equipo de agentes. Además era la delegada de clase del pequeño. Entre una y otra tarea, estaba todo el día ocupada.
En definitiva, siempre me he dado más valor a otras cosas que a nuestra relación. Lo que hace darme cuenta de que realmente esto ha sucedido porque no estaba enamorada, porque de haber sido así, no habría antepuesto TODO a él.
¿Te sientes identificada?
Cuesta dar el primer paso

Cuesta dar el primer paso. Es difícil, pero a la vez liberador.
Hay que armarse de valor para comunicar a la persona que hasta ahora ha sido, se supone, tú compañero de vida, que ya no quieres continuar. Para mí sorpresa, su respuesta fue como todo en su vida, conformarse.
Comunicar a tus hijos que has decidido poner punto y final a esto, que para ellos es su familia.
Comunicar a tu familia, a tus padres y a tu círculo de amistades, que ha llegado el final de esa relación.
No todo el mundo lo entiende. Tantos años guardando las apariencias...
¿Pero qué ha sucedido? Os veíamos tan bien... ¿No hay posibilidad de que volváis? .. Seguramente esto solo sea un bache... todas las parejas lo tienen.
No, no es un bache. Es mi decisión y por mucho o poco que cueste creerlo, no quiero dar vuelta atrás. Estoy decidida a darlo.
No importa lo que otros piensen. Se que es lo mejor para mi y mis hijos y eso es lo que realmente me importa. El bienestar de mis hijos y el mío propio
Pese a todo pronóstico, mis hijos lo han entendido. No han preguntado el motivo. Creo que en cierto modo, ellos también está cansados de esta situación. Cansados de ver cómo papá y mamá ya no se entienden, discuten continuamente y no hay relación entre ellos.
Mi hijo mayor, con 16 años, me apoya incondicionalmente. Quiere profundamente a su padre, pero entiende que estando separados, estaremos todos mejor. En cierta ocasión llegó a decirme antes de habérmelo incluso planteado... mamá por qué no te separas de papá? Por qué permites que sea tan celoso y tan posesivo y no te deja tener tú espacio? Fue en ese momento cuando mi cabeza hizo clic y comencé a pensar en ello.
Mi hijo pequeño de 10 años, no hace preguntas. De cierta manera ha entendido que es la decisión que ha tomado mamá y su única preocupación es no volver a ver a sus amigos del bloque.
Puedo parecer egoísta anteponiendo mis sentimientos a los de mis hijos. Puede parecerlo, lo sé. Pero llevo tantos años anteponiendo el bienestar de todos al mío propio, que más egoísta para mí sería seguir así y no luchar por lo que realmente quiero.
De ninguna manera quiero que mis hijos se desvinculen de su padre. No, eso nunca. Ese amor debe permanecer intacto. Seguirán unidos como siempre, pero no conviviendo bajo el mismo techo, al menos como hasta ahora.
Mi madre, me escucha a medias. Hay momentos en los que me vengo abajo y lloro intentando explicar mis sentimientos, pero ella se limita a cambiar la conversación. Es como si no quisiera asimilar que su hija ha decidido romper con el "Nos casamos en lo bueno y en malo, en la salud y en la enfermedad". Puedo llegar a entenderla. Ella misma ha sido mujer sumisa durante toda su vida y no concibe otra cosa que no sea eso. Aguantar pese y ante a todo.
A mí padre ni siquiera se lo he llegado a comentar. Demasiado tiene encima con su maldita enfermedad como para llenarle su cabecita de información que no recordará en un par de horas.
Empezar de cero

Empezar de cero, ..tan fácil de decir y tan difícil de ejecutar....
Cuántas veces hemos querido empezar de cero en algún ámbito de nuestra vida y tal vez por pereza, por no querer salir de nuestra zona de confort, por ser demasiado conformistas o tal vez por no derribar el castillo de naipes que hemos montado a nuestro alrededor, seguimos cada día haciendo lo mismo, consumiéndonos , dejando que nuestros sueños se vayan destruyendo lentamente.... Dejando que la vida pase delante de nosotros sin disfrutarla plenamente.
Pues bien, me niego a seguir así. No quiero. Necesito darle un cambio a mi situación personal ..a pesar de que por el camino encuentre dificultades. Creo que ha llegado el momento.
Estoy cansada. Cansada de no sentirme valorada, acompañada. Cansada de esta rutina que me quema y me mata cada día un poquito más.
Tengo 47 años. Mamá de dos hijos , e hija de dos padres dependientes.
Está soy yo...
Llevo casada desde el 2006 y novios desde el 2000.
Mis hijos, los amores de mi vida, son dos personas maravillosas. Educados, comprensivos, cariñosos. Me dan más felicidad que problemas.
Mis padres, a los cuales amo de una forma incondicional, son personas dependientes. Mi papá está diagnosticado de Parkinson y demencia senil y mi mamá con EPOC grado 2.
Profesionalmente creo haber encontrado estabilidad. Realmente disfruto de mi trabajo. Sí, disfruto!! , a pesar de que me resta muchas horas al día y paso mucho tiempo fuera de casa y de estar con mis hijos. Me siento viva entre esas cuatro paredes (dos de cristal y dos de hormigón) Me valoran y escuchan, y esto, en los tiempos que corren , considero que es todo un lujo
Sin embargo en mi vida personal, la cosa cambia radicalmente. Estoy cansada, harta, fatigada. La persona a la que un día conocí y decidí convertir en mi compañero de vida, siento que me ha fallado.
Tal vez por la educación machista que he recibido o por la crianza que he vivido y he visto en mis padres, siempre he permitido y lo he visto normal, ser una esposa sumisa y cargar con todo el peso del cuidado de la casa.
Al principio de estar casados, incluso me hacía ilusión. Esperarle volver del trabajo, su comida puesta en la mesa, la casa limpia, los armarios repletos de comida. Su ropa lavada y planchada.
Pero con el paso del tiempo, el nacimiento de los niños y mi vuelta a la vida laboral, esa ilusión, empieza a convertirse en peso pesado. Paso de tener dos hijos , a tener tres. Nada de ayuda en casa, ni ayuda con la educación escolar de los niños, ni con papeleos miles, compra, ropa, comida, médicos....y si a todo esto sumamos sus celos enfermizos, su poca empatía hacia mi, el no tener iniciativa para nada...la situación se convierte en un polvorín a punto de estallar.
Aguanta, me decía a mí misma. Por los niños, debes aguantar. Y así he ido sumando días, semanas, meses y años...hasta que finalmente he decidido que no, que no es justo para mí como mujer y que no quiero que mis niños en mayor o en menor medida, se impregnen de esta educación, de esta negatividad, de este hastío. Basta ya!!!
Me debo a mí misma la oportunidad de empezar de nuevo, de tomar las riendas de mi vida y comenzar a ser feliz en todos los ámbitos de mi vida. No quiero más lastre pesado, que me ahoga y me anula. No estoy dispuesta a permitirlo ni un minuto más.
Y es por ello, que he decidido poner punto y final a esta historia. Se acabó. Buena 🍀 tengamos los dos por separado.
Crea tu propia página web con Webador